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El hombre que plantaba árboles

Este es el título de un cuento escrito en los años cincuenta por el escritor francés Jean Giono, de origen italiano, en el que narra el encuentro de un joven con un hombre solitario que se dedica a plantar árboles en una zona de los Alpes devastada por la actividad humana. Hace unos años tuvimos conocimiento de su existencia por un documental que un joven ecologista nos presentó previo a su charla sobre permacultura. Ahora por casualidad lo hemos encontrado en su versión escrita, traducida por Duomo ediciones (2011). De la versión accesible que encontramos en Internet (Universidad Externado de Colombia), seleccionamos los siguientes fragmentos para este artículo:

“Para que la personalidad de un ser humano nos deje apreciar su condición excepcional se necesita tener el privilegio de observarlo en su accionar cotidiano, durante muchos años. Si sus acciones no son egoístas ni mezquinas y es guiado por su generosidad sin esperar recompensa distinta a la gratitud, y de herencia nos deja el valor del esfuerzo, la tenacidad y la perseverancia, significa que estamos ante un personaje inolvidable.

Cuidando la biodiversidad


Hace aproximadamente cuarenta años estuve en una larga excursión por una zona de gran altitud, desconocida para los turistas, con desiertos y planicies abandonadas, a 1.200 o 1.300 metros de altura, con un paisaje monótono de lavandas silvestres, en la antigua región que va de los Alpes a Provenza. Y cuando atravesaba el país en su parte más ancha, a tres días de marcha, me encontré en una soledad deprimente. Acampaba en las posibles ruinas de una ciudad desaparecida y cuando descubrí que era escasa el agua que tenía, empecé a buscar más y me sentí afortunado de estar frente a algo parecido a una fuente o un pozo, en la vecindad de casas derruidas y hacinadas como nidos de avispas. Cuando me acerqué, la fuente estaba allí, pero seca. Esas cinco o seis casas de piedra, sin techos, carcomidas por la lluvia y el viento, levantadas cerca de una pequeña capilla sin campanario, daban la sensación de un pueblo habitado alguna vez, pero ahora, definitivamente, abandonado. […] Como no había podido encontrar agua ni tenía la esperanza de hacerlo, tuve que abandonar el campamento. Durante más de cinco horas de marcha por donde miraba no encontraba sino la misma aridez, las mismas hierbas secas, que producían desolación. Por un instante, a lo lejos, me pareció percibir una pequeña silueta negra, de pie… era un pastor y su rebaño… me dio agua de su cantimplora. La recogía de un pozo natural muy profundo, donde él había instalado una polea primitiva… En silencio, me llevó a su refugio… No era una cabaña sino una casa de piedra, recuperada y restaurada de las viejas ruinas que seguramente encontró… Compartió conmigo su sopa y … como era tarde, supuse que pasaría la noche ahí…

El pastor fue a buscar una bolsa de bellotas que vació sobre la mesa formando una pila. Muy concentrado, las examinó una a una, separando las buenas de las malas… Cuando hubo escogido una cantidad de bellotas o semillas de roble grandes, las separó en montones de diez. Las observaba con gran cuidado y eliminaba las muy pequeñas o agrietadas. Al completar cien bellotas en perfecto estado, dio por concluida su labor y nos fuimos a dormir.

[Al día siguiente] antes de salir metió en una cubeta con agua la bolsa donde había guardado las bellotas minuciosamente contadas y seleccionadas. Me di cuenta de que en vez de un bastón llevaba una varilla de hierro, gruesa como un dedo pulgar y de un metro con cincuenta de larga. Simulé descansar mientras paseaba siguiendo una ruta paralela a la suya. Dejó el rebaño al cuidado del perro, pastando en un pequeño valle, y subió hacia donde me encontraba mirándolo… Me invitó a acompañarlo, si no tenía nada mejor qué hacer. Debía subir al terreno de siembra, doscientos metros más arriba.

Cuando llegó al lugar elegido, comenzó a hacer con la barra de hierro agujeros en la tierra, donde metía las bellotas y las recubría. Sembraba árboles de roble. Le pregunté si esa tierra le pertenecía. Me respondió que no… Imaginaba que eran tierras comunales, o de propietarios desinteresados. Le era indiferente saber o conocer quiénes eran sus dueños. Su misión era sembrar cien bellotas por día con dedicación y esmero… Se había dado cuenta de que ese país se deterioraba y moría por falta de árboles, y no teniendo nada más qué hacer, decidió intervenir y tratar de mejorar la situación. Este solitario pastor pensaba sembrar árboles de haya, y para esto había montado cerca de su casa un vivero con hayucos que crecían naturalmente, protegidos de sus ovejas por un alambrado. También creía que los abedules era mejor sembrarlos en las partes bajas de los valles, donde había descubierto una cierta humedad a pocos metros de la superficie del suelo, que favorecería su crecimiento […]”.

Hasta aquí este fragmento nos muestra cómo no es tan difícil ser ecologista; cualquier persona puede serlo, solo tiene que tener ganas de plantar especies autóctonas con el fin de restaurar en alguna medida la gran devastación que el consumismo exacerbado ha provocado en la naturaleza y los paisajes de nuestros campos. Este pastor, al quedarse solo tras la muerte de su hijo y de su mujer, se dedicó a ello completamente.

Al cabo de los años, el narrador de la historia volvió a encontrarlo donde lo halló la primera vez, pero a su alrededor había un inmenso bosque en el que habían vuelto a brotar los manantiales antiguos; aquellos que el narrador había encontrado secos cuarenta años antes. Tampoco aquí hay que pensar en grandes obras hidráulicas ni canalizaciones para obtener agua, más bien hay que empezar a actuar: “restaurar” la naturaleza y que vuelva a surgir lo que estuvo allí siempre antes de se devastara con el cemento, con la agricultura y la ganadería industrial…

“Maravillado viendo el paisaje, continúa el narrador, confirmaba que el viento polinizador y las abejas esparcían semillas en el aire, el agua comenzaba a brotar, aparecieron arboledas de sauces, de mimbres, enredaderas, jardines y flores que perfumaban y embellecían el ambiente e invitaban a los espectadores a querer compartir ese hálito de vida. Este cambio había sido tan sutil, que ni siquiera los cazadores que perseguían liebres o jabalíes en aquella soledad de las montañas, se habían percatado del bosque. Habían visto germinar pequeños árboles, pero lo atribuían a procesos normales de la naturaleza. Ignoraban la grandeza y generosidad del trabajo de este hombre…

Cuando pienso que un solo hombre, con sus limitados recursos físicos y morales, fue suficiente para sembrar de verde un desierto, debo admitir que, a pesar de todo, la condición humana es admirable…”.

Las encinas que crecen en bosques degradados