¿Por qué son necesarias ahora las alternativas ecosociales?

José Luis Quintela Julián                     joseluisquintelajulian@gmail.com

Si hay algo que la situación creada a partir de la actual coyuntura económica adversa ha propiciado en Europa, ha sido una profunda revisión, en estos últimos años, del equilibrio de fuerzas preexistente, y hasta entonces inamovible, en el seno de su sociedad.

Y esta afirmación, que cobra más vigor precisamente en el caso de los países del sur del continente, como España, ha de ser entendida en el sentido más amplio posible. Las instituciones, sometidas a un marco general de crisis de recursos, han tenido y siguen padeciendo una cierta travesía en el desierto, que ha servido para cuestionarlas o reafirmarlas. En aquellas en las que, además, han concurrido procesos de descrédito relacionados con corrupción y mala praxis, el resultado ha sido el desmoronamiento de buena parte de su legitimidad. A partir de ahí, la situación ha derivado hacia la consecución de inéditos pilares para un nuevo orden establecido, fruto de un cambio profundo -y quizá irreversible- en la sociedad.

Los partidos políticos, en particular, han sido cuestionados por su demostrada ansia de poder “per se”, independientemente de la que debería ser una necesariamente imprescindible orientación al servicio público, y por la recurrente incursión de no pocos de sus más significados dirigentes, de forma probada o presunta, en delitos o comportamientos manifiestamente reprobables. El país entero se ha retorcido ante los continuos nuevos episodios de todo tipo de corrupción, protagonizados por quienes deberían ser ejemplo. Un peaje demasiado caro en el contexto de aún una relativamente joven democracia.

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Con todo, el panorama es preocupante después de estos quince primeros años del milenio. Un escepticismo fundamentado de buena parte de la sociedad, e incluso un franco desapego del hecho político ha ganado muchos puntos en nuestro entorno. Sabemos que este tipo de situación ha sido, a menudo, el caldo de cultivo ideal para el advenimiento de opciones poco democráticas, xenófobas o nostálgicas de períodos negros de la sociedad. Esto ha ocurrido, incluso, en países como Francia, de profunda tradición democrática, pero donde tal tipo de procesos de desapego ha derivado en el repunte de organizaciones de ideas contrarias a planteamientos inclusivos y abiertos. Tal situación, de mantenerse en el tiempo, pone en peligro la lógica y los valores presentes en la conformación de la actual concepción de la pluralidad y el respeto a las mayorías, muy en la esencia de los sistemas de gobierno basados en el respeto mutuo y la elección y elegibilidad de la ciudadanía.

En tal situación de descrédito, escepticismo y desapego, la democracia meramente representativa se hace demasiado lábil e incluso volátil y gaseosa, se ve poco orientada al bien común y, a pesar de sus instrumentos de control y garantías, presenta unos logros y resultados que distan de lo querido por la mayoría de la ciudadanía. Si uno analiza, por ejemplo, recortes en diferentes partidas económicas durante los peores años de la crisis, hay una profunda divergencia entre los intereses expresados por la sociedad en diferentes encuestas y los campos objeto de los mayores tijeretazos. La democracia meramente representativa no siente ni escucha a la ciudadanía y, una vez obtenida su confianza cada cuatro años, opera -con mucha frecuencia- al margen de ella. Como dice el economista Riccardo Petrella en su “El derecho a soñar”, “el objetivo prioritario de las clases dirigentes de los países no es asegurar el derecho a la vida para todos.”

En España la situación descrita ha propiciado, sobre todo, la aparición de nuevos fenómenos de partido, provenientes de una órbita social o socioacadémica, caracterizados por una alta efervescencia en su comienzo, pero que a medida que ganan cuerpo y peso, van contagiándose de los tics y las lógicas de poder ya presentes, de forma característica, en las formaciones más clásicas. A partir de aquí, como ya se ha ensayado en otras ocasiones, tales nuevas construcciones pierden peso y se desinflan, perdiéndose la oportunidad de que sirvan de catalizadores de una verdadera reflexión colectiva. Son “souffles” que nacen de la praxis social, pero que entran con frecuencia en barrena una vez que adoptan lógicas orgánicas de poder.

Con todo, se detecta cierto grado de parálisis en lo que debería ser una sociedad en marcha, que debería asumir la tarea de diseñar la sociedad de las próximas décadas, fuera ya de contextos pretéritos y con la mirada puesta en el futuro. Un tiempo venidero que no se aventura fácil, por la constatada pérdida de peso económico, social y político de Europa, y porque otras sociedades han generado dinámicas económicas viables, con estrategias más competitivas o sustitutivas de los tradicionalmente planteados desde el continente.

Entendemos que, ante este panorama, es necesaria una reflexión profunda de qué tipo de sociedad queremos y para qué. Y, ante la figura clásica, rígida y hasta un tanto burocratizada del partido político tradicional, se presentan las alternativas de tipo eco-social, que en lo que aquí respecta serán definidas como un conjunto abierto de diferentes sensibilidades, donde la orientación al bien común y al servicio público se comparte con firmes convicciones ambientalistas, fruto de la constatación del deterioro de nuestro marco físico, ligado a modelos productivos intensivistas y fuertemente industrializados.

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Con todo, se trata de esbozar algunos de los rasgos de tales alternativas eco-sociales, que desde nuestro punto de vista pueden ser el necesario aporte de aire fresco en una sociedad que no evoluciona mucho más allá que hacia su propio fracaso demográfico, económico y social, bien entendido que los indicadores en estos tres terrenos nos presentan realidades mucho más crudas que hace un par de décadas.

Tales alternativas han de ir fluyendo y permeando en la sociedad, de manera que sus postulados y objetivos pasen a formar parte de un cierto imaginario colectivo de forma natural, sin demasiadas estridencias. A partir de instrumentos clásicos, como la educación en valores, se trata de plantear la necesidad de un posicionamiento de cada persona en la actual dicotomía entre una sociedad orientada a la resolución de los problemas de todos, que pretendemos, u otra donde cada individuo busca su enriquecimiento o bienestar con indiferencia o en detrimento de la situación de los otros. El elegir una u otra forma de organización no es baladí, y las acciones ligadas a tal elección, así como los resultados perseguidos, serán distintos.

En este nuevo orden social, el papel del consenso es clave. Seguramente las grandes decisiones que se avecinan requerirán cesiones por parte de todas las sensibilidades políticas y sociales, de forma que se pueda atesorar un consenso que las legitime más y mejor, abundando en su sostenibilidad en el tiempo. Si no es así, entendemos que será difícil superar un momento en el que no valen las demostraciones de empatía sólo en tiempo electoral, para continuar después con el rodillo partidista y un tanto desconectado del pulso social. Sólo desde el consenso, arrimando todos el hombro, podremos diseñar la Europa y la España del mañana.

Duncan Green, en su libro “De la pobreza al poder”, insiste que una sociedad de éxito está basada en dos pilares: estados eficaces y ciudadanos comprometidos. Los estados eficaces están relacionados con una administración pública moderna, eficiente y al servicio de la ciudadanía, y dirigentes y estructuras políticas a la altura de las circunstancias, orientados al bien común y al servicio público. La ciudadanía comprometida a la que hace referencia Green pasa por la necesaria labor de veeduría y control a dichas estructuras, pero también por una cultura popular de construcción de lo colectivo, en una reformulación de valores que ensalce lo común, por encima de los intereses particulares. Las necesarias confluencias terminan de redondear un escenario donde el “qué” es más importante que el “quién” o el “cómo”. Tenemos que diseñar, entre todos y todas, la sociedad que queremos. Y, a partir de ahí, dibujarla y ponerla efectivamente en marcha.

Toda crisis es una oportunidad de cambio. El famoso sociólogo Ulrich Beck, ya en 1999 – en “Un nuevo mundo feliz”- se plantea “¿cómo convertir las crisis ecológicas globales en fórmulas y reivindicaciones de un ensanchamiento transnacional de la política y la democracia?”, llegando a la conclusión de que “si los viejos conceptos no logran nublarnos la vista, veremos claramente que el mundo se halla ante el dilema de o ruina o autorrenovación política”. Pues bien, así como es cierto que la profundidad de la crisis social y económica de este comienzo del siglo XXI es notable, todo ello supondrá una ocasión única para repensar nuestra forma de vivir, relacionarnos y, especialmente, adoptar las decisiones sobre el espacio común. En este sentido, las alternativas ecosociales van a tener en lo sucesivo un peso creciente a la hora de repensar cómo nos organizamos y con qué fines, desde la confluencia y la puesta en común de valores, ideas, prácticas y creencias. Alternativas que están llamadas no a ser opciones definitivas y aisladas de planteamiento y liderazgo social, político y económico, sino a converger y confluir en espacios y lógicas compartidos, con alianzas “ad hoc” bien imbricadas en la sociedad, de forma mucho más ágil que la que se nos presenta en la política convencional, de estructura orgánica y listas cerradas, y discurso compacto y sin fisuras.

Es, no cabe duda, el signo de la época que se avecina, que producirá una verdadera metamorfosis en el espacio sociopolítico y, por ende, socioeconómico, de los años venideros. Ojalá sepamos aprender de todo lo vivido en estos años previos, quedándonos con lo mejor de nosotros mismos y evitando lo que no ha dado más resultado que la decepción generalizada y el empeoramiento de nuestro presente y expectativas de futuro.

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