El reto del rural ante el cambio climático: el libro “Naturaleza, ruralidad & civilización”.

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En distintos artículos recientes en El País se aludía a distintos retos de dos de los productos estrella de nuestra agricultura: por ejemplo, la superproducción del vino en La Mancha y el desequilibrio que se puede producir en el tema del aceite por la creciente producción de nuevos países productores. En ninguno de los dos artículos se alude a la relación de estos dos temas con el tema del cambio climático. Debido al calentamiento que se está produciendo en diversas zonas del planeta, actualmente se puede plantar viñedo y hacer vino donde hace cincuenta años era impensable.

Es lo que me contaba hace un mes una persona residente en la zona de Filadelfia, en EEUU. Hace unos años familias de su entorno empezaron a plantar viñas y ahora ya tienen su propio vino; puede que no pueda competir en calidad con el vino de la zona famosa de California (el del Sonoma Valley), pero es vino de mesa asequible para el consumo diario. ¿Qué sentido tendrá entonces importar el vino manchego a esta zona, cuando tendrán el suyo autóctono?

Uno de los libros que he leído recientemente que trata, entre otros temas, el problema al que se enfrenta la agricultura por el efecto del cambio climático, es el de Félix Rodrigo Mora (2008), titulado Naturaleza, ruralidad & civilización, publicado en la editorial Brulot. No soy una especialista en este tema, pero para quienes nos interesamos por las alternativas eco-sociales me parece un libro muy interesante y, sobre todo, muy sugerente para empezar a plantearnos cambios profundos en nuestra forma de vivir y en el modelo socio-económico de las comunidades, principalmente las rurales.

El autor reflexiona en este libro sobre la idea de progreso, en la línea del grupo libertario conocido como Los amigos de Ludd. Al mismo tiempo lleva a cabo una investigación del pasado, sobre todo el de la alta Edad Media, cuyo conocimiento considera imprescindible para valorar la aportación del mundo rural a la vida social peninsular.

El régimen franquista y, posteriormente la entrada de España en la UE, supusieron, según este autor, la destrucción completa de la sociedad rural tradicional y tres de las características que la sustentaban: el concejo abierto, los bienes comunales y las tradiciones populares.

La propuesta del libro es la de una revolución positiva a partir de la recuperación de la agricultura popular como propuesta de futuro y la desurbanización de las megalópolis para volver a asentarse en las zonas rurales.

La oposición histórica del mundo rural a la introducción de la tecnología no tuvo como causas los factores económicos, monetarios y de eficacia productiva, sino la cosmovisión y el modo de sentir básico, históricamente constituidos, de la gente campesina: el bien supremo no era la riqueza, sino el logro y preservación de las relaciones cotidianas con sus iguales (lo que el autor llama la sociedad convivencialista). De ahí la existencia en la Edad Media de los municipios autónomos, regidos por los concejos abiertos, cuyo objetivo era la organización colectiva del pastoreo, la reorganización del trabajo, el cuidado colectivo de las tierras comunales y de los montes, y la subsistencia de la población.

El estado, por su parte, necesitaba el control del campo para financiar sus campañas militares (impuestos y mano de obra) y para introducir su tecnología basada en la industria pesada. Las distintas reformas agrarias desde el siglo XIX hasta la actualidad (defendidas tanto por la derecha como por la izquierda) han conseguido completamente este objetivo estatal del control del mundo rural. Los bienes comunales están hoy en manos de los ayuntamientos, quienes privatizan su uso a favor de las grandes empresas (papeleras, de celulosa, maderas, etc.). Por ejemplo, el Ayuntamiento de Cuenca tiene hoy unas 45.000 has. de montes, lo que le convierte en el mayor latifundista del área castellana.

Ello ha provocado el hundimiento de la agricultura modesta, su bancarización y el éxodo de muchos de los campesinos a las ciudades, para trabajar como obreros, principalmente en la construcción (en 1972 el 50,2% del capital se había desplazado a la construcción). La agricultura resultante se ha mercantilizado: monocultivo al servicio de la comercialización industrial, uso masivo de las máquinas y productos fitoquímicos, repoblación rápida inadecuada (pinos y eucaliptos), y concentración parcelaria para afianzar el monocultivo, lo que ha incrementado la vulnerabilidad de las tierras a las incidencias climatológicas y el empobrecimiento de su materia orgánica.

No necesitamos de tanta tecnología para satisfacer nuestras necesidades básicas, dice Rodrigo Mora. Ello lo puede hacer holgadamente la agricultura y las manufacturas basadas en sistemas técnicos sencillos, frutos de la inventiva popular. En lugar de esto, en Occidente, tenemos una “abundancia” de bazofia, de ínfima calidad y tóxica, a costa de la devastación medioambiental y del aumento del tiempo de trabajo.

Una de las propuestas es la de avanzar en la consolidación de los núcleos de población de cientos o, como mucho, miles de habitantes, en los que pueda ejercerse la soberanía popular por medio de asambleas vecinales; es decir, municipios soberanos, autogobernados (con personas con tiempo libre para realizar este objetivo, además de para el cultivo de la inteligencia), con la potestad de ordenar su vida económica, emancipados del dinero, con un estilo de vida más frugal y consumiendo menos energía (lo opuesto a lo que sucede en las grandes urbes, centros de derroche energético y de agua, así como de hábitos de vida poco saludables, ejemplo la obesidad). Por tanto, la propuesta que hace se basa en la desindustrialización, la desmaquinización y la desurbanización. No se trata de una utopía, porque estamos en un momento crucial con una gran crisis energética, escasez de agua y de las materias primas y devastación general del medio natural, pero también de deshumanización de la vida en las ciudades.

En el medio rural se ha producido un deterioro y declive de la calidad de los suelos, debido al retroceso de los regadíos tradicionales y la acidificación, la disminución de la cabaña ganadera y el monocultivo cerealista (o vinícola, olivero, según las regiones), el uso de pesticidas y abonos industriales. Ello ha provocado una disminución de la calidad de los alimentos y ha dañado la fertilidad del suelo y del agua. La agricultura ecológica realizada por las grandes empresas (excluye la de los pequeños productores) no ha resuelto para nada el problema. Hay zonas agrícolas en donde la materia orgánica del suelo es inferior al 1% (ej. en Jaén; en Almería es del 1,06%, en Madrid del 1,5%, en Guadalajara y Segovia del 1,76%), cuando se admite que por debajo del 1,5% se produce una mineralización y esterilidad de la tierra, propia del semidesierto. Además, muchas zonas dedicadas a la agricultura de exportación han de importar el resto de su alimentación (también por el retroceso de la ganadería), lo que beneficia a las grandes empresas. Los municipios pierden así su soberanía alimentaria; esta soberanía solo puede volver a recuperarse con el policultivo municipal, el incremento del comercio local y con la disminución de la moneda (a través del intercambio).

Otro tema urgente al que hay que dedicar enormes esfuerzos es el del deterioro de los bosques autóctonos. Las reforestaciones rápidas realizadas por las administraciones estatales no han resuelto para nada el problema. El arbolazo protege a la ganadería (ej. los cerdos en los pastizales arbolados pueden comer más y mejor) y en verano protege también a las tierras del calor y los rayos del sol. El aumento del arbolado permitiría vivir a más gente de los bienes de los bosques: frutos silvestres, miel (en lugar de azúcar), bellotas (harina de bellota, en lugar de cereal cultivado), setas y hongos, ganadería suelta, madera para leña y otros usos derivados, caza, pesca, etc. Con ello la agricultura extensiva podría reducirse, liberando la tierra para su reforestación.

En la península Ibérica, la sequía estival se está prolongando cada vez más: de los 74 días tradicionales de media se ha pasado a los 120 actuales; los abedules y las hayas parece que existieron en la zona manchega en la época de Cervantes, algo hoy impensable con los veranos tan tórridos de estas zonas. Muchos veranos no tienen ya ni chaparrones ni tormentas. Ello produce una disminución de la capa freática (desaparecen así los pequeños manantiales, fuentes, etc.) y de la humedad relativa del aire lo que reduce también los fenómenos de precipitación oculta (rocía y niebla, sobre todo). Sin arbolado las tierras de cereal no pueden contribuir a difundir vapor de agua en el aire cuando es más necesario, en verano, ni tampoco pueden operar como sustentadores de núcleos de condensación. Por ello, la emisión de vapor de agua a la atmósfera cae de manera significativa, lo que hace disminuir las precipitaciones. Asimismo el retroceso del bosque está reduciendo las precipitaciones en forma de nieve, que son las que mejor hacen penetrar el agua en el subsuelo.

La única solución es la de poner fin al régimen actual de regadío (tendrían que desaparecer dos tercios del actual, unas 3,6 millones de has.), para poder proteger la cubierta vegetal con arbolado (duda de la calidad del agua procedente de la depuración de aguas residuales y de la desalanización; siguen conteniendo muchos metales pesados). En su lugar, este regadío debe ser sustituido por el tradicional de la agricultura a pequeña escala (con semillas propias) y basada en los huertos para el autoabastecimiento, con abonos naturales (hojarasca de los bosques, estiércol y composta), policultura, asociación de especies, rotación de cultivos, etc. Ello supone la recuperación de los saberes tradicionales en la agricultura, ganadería y selvicultura, aunque con mentalidad selectiva y creativa.

También hay que realizar plantaciones masivas de árboles autóctonos (la humedad relativa del aire en terrenos rasos suele ser del 50%; en un bosque abierto llega al 59% y en uno cerrado al 69%). Sobre todo Rodrigo Mora afirma que se necesitan bosques de tilos (ver imágenes), que transpiran ocho veces más agua que los pinares, robles y hayas, huyendo de los eucaliptos y pinos.

tilo-arbol Hoja tilo

Las áreas bien reforestadas podrían aumentar las precipitaciones en un 10% (unos 35.000 litros más cada año, algo nada desdeñable, equivalente al total de agua recogido en presas y embalses en un año); además estas áreas con árboles filtran mejor el agua, de manera más pausada, con lo que se incrementa el caudal de los acuíferos.

Más información en el blog del autor: http://www.felixrodrigomora.org/naturaleza-ruralidad-y-civilizacion/

Noticias citadas:
http://elpais.com/elpais/2015/06/17/eps/1434552768_825958.html
http://economia.elpais.com/economia/2015/06/05/actualidad/1433497731_355064.html

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