La inquietante fragancia del jazmín en diciembre… apuntes sobre el cambio climático

Delante de casa hay media docena de jazmines. Están preciosos, y su fragancia se percibe a varios metros de ellos. Llenos de florecillas blancas, alegran la vista del conjunto. El problema, o incluso el drama, es que hoy quedan tres días para terminar el año. Estamos en los últimos días de diciembre, y en esta época no es usual aquí ni bueno que los jazmines tengan este aspecto y olor. Estos estarían reservados, en condiciones normales, para la primavera.

Lo de los jazmines del jardín, de todos los jardines de nuestra zona, no es un hecho aislado. Los árboles frutales, por ejemplo, han abandonado en mayor o menor medida su letargo, y las yemas apicales de algunos de ellos han estallado, floreciendo. Hay algún ciruelo con un poco de flor, mucho más tímida y menos explosiva que la de los jazmines, pero igual de preocupante. No toca ahora, y seguramente las heladas y los fríos propios de esta época, que algún día vendrán, terminarán quemando todo lo prematuro y condenando al árbol a un mucho menor desarrollo este año.

El responsable de que buena parte de los jazmines de la costa atlantica del norte de Galicia estén florecidos es el tiempo excepcionalmente caluroso que nos acompaña desde este verano. El otoño ha sido muy benigno, y pasados unos días desde el solsticio de invierno, el calor continúa. Todos agradecemos no estar pagando estos días costosas facturas de calefacción, pero la próxima menor cantidad y calidad de agua potable, o una mayor prevalencia de plagas y la consiguiente reducción de las cosechas, por ejemplo, serán efectos seguros de estos episodios que estamos viviendo.

¿Qué está pasando? ¿Qué le pasa a las pautas climáticas que conocíamos hasta ahora? ¿Se puede hablar, verdaderamente, de cambio climático? La práctica totalidad de la comunidad científica ha sido contundente sobre este particular. Las opiniones y tesis mayormente aceptadas concuerdan que, al margen de las fluctuaciones y comportamientos oscilatorios típicos, sí que se puede hablar en esta ocasión de una variación global que no puede ser explicada en meros términos de ciclo. La temperatura media cambia, como lo ha hecho también en otros momentos de la historia de nuestro planeta, pero ahora mucho más rápidamente que nunca. Y los análisis demuestran, y esto es importante, que tal incremento en los últimos años es parejo y proporcional a la concentración medida de dióxido de carbono en la atmósfera. Esos datos son palmarios, objetivos y no dejan lugar para mucho escepticismo. Se colige así, pues, que la etapa es diferente, y que el clima, en su conjunto, ha abandonado los patrones más o menos estándar en los últimos tiempos, para producirse una serie de efectos como los descritos, que ya estamos viendo y que irán a más.

El calentamiento de la atmósfera es un fenómeno constatado empíricamente, en el que la gran duda es si, a pesar de todo, es posible hacer algo ya para frenarlo de alguna manera. Hay quien dice que, en cualquier caso, es demasiado tarde ya. Y que, aunque pudiera ser atenuado o revertido parcialmente, sus consecuencias ya están aquí y vienen para quedarse.

En términos generales, y resumiendo mucho, lo que implica esto es una tendencia a la acentuación de ciertos rasgos de la climatología en cada una de las regiones y subregiones del planeta. Zonas hasta ahora muy secas o semidesérticas (parte del centro y sur de la Península Ibérica, por ejemplo), se convertirán en verdaderos desiertos. Regiones como la atlántica verán incrementada su temperatura, disfrutando de una “eterna primavera”. Y lugares donde las inundaciones son ya un problema, serán más castigados por estos fenómenos. En particular, el aumento del nivel del mar -hecho también ya probado científicamente- sigue imparable y producirá efectos graves en zonas concretas donde la población es más vulnerable.

Como siempre, los planteamientos cortoplacistas, las visiones a pocos años vista y, sobre todo, los enormes intereses económicos subyacentes tras cada acto humano, empañarán, retardarán y vetarán, en cualquier caso, el intento de la comunidad internacional por buscar otro paradigma que incida positivamente ya no en frenar el cambio climático, sino en limitar sus efectos y establecer nuevos modos y sistemas que aseguren un futuro mejor.

En este sentido, basta ver lo recientemente acontecido en París, en la XXI Conferencia Internacional sobre Cambio Climático. Un evento bastante decepcionante desde el punto de vista de la orientación a resultados, en el que los intereses de unos y otros han reducido mucho los objetivos buscados en materia de compromisos asumidos por los diferentes países participantes. Como en otras ocasiones, el producto final de la Cumbre aflora muy poco contenido y todavía menos voluntad. Ha habido consenso sí, pero a costa de rebajar y limar las aspiraciones de partida, con lo que el resultado no está a la altura, desde mi punto de vista, de los objetivos planteados en un principio y, más importante aún, los retos hoy sobre la mesa para la Humanidad.

Pero no todo es malo, y dicen que es de virtuosos buscar el lado positivo de todo, incluso de las malas noticias. Por primera vez han sido ciento noventa países los que se han puesto de acuerdo sobre este particular, y esto es bueno. Que ciertos temas estén en la agenda global, que las distintas delegaciones debatan sobre ellos y que, fruto de tal ejercicio, se apruebe algo diferente, es positivo y esperanzador. Pero cuando las expectativas quedan muy lejos de los compromisos adquiridos, la herida se cierra en falso, y los resultados obtenidos serán muy inferiores a los que cabría esperar, que son urgentes hoy para la Humanidad. Positividad sí, pero si somos realistas veremos que no estamos obrando de forma que podamos cosechar, algún día, los réditos de nuestro esfuerzo hoy.

Y es que los países más fuertes, y cuyo desarrollo se ha edificado sobre las peores prácticas en materia de emisiones de gases de efecto invernadero, no se han comprometido de una forma vinculante a reducir estas. Esto tiene una primera derivada clara y contundente. Y esta es que el escenario planteado por la comunidad científica de que el aumento de la temperatura global no pasase de 2º C va a tener difícil cumplimiento. Los mecanismos de ratificación del Acuerdo de París se presumen complejos, no son demasiado automáticos en muchos casos, y contemplan una gran componente de voluntariedad en las reducciones de las emisiones que calientan nuestro planeta. Demasiada incertidumbre, falta de un timón global para pilotar este complejísimo reto para la Humanidad y, además, un gasto suplementario de aquello de lo que más adolecemos: tiempo.

Falla, además, la financiación comprometida para la adaptación al cambio climático. Un tema nada baladí. Oxfam, por ejemplo, ha calculado que los costes de adaptación al cambio climático para los países emergentes en desarrollo aumentará hasta los 800.000 millones de dólares anuales en el 2050.

Desde el punto de vista social, en el acuerdo final, mucho más de mínimos que algunas de las bases iniciales manejadas en la Cumbre, no se han podido incluir algunos temas importantes. En particular, hay total ausencia de lo relativo a la especial incidencia del cambio climático en las mujeres y sus derechos. Además, la cláusula de exención de responsabilidad incluida en el texto firmado deja pocas dudas sobre si los países más desarrollados van a apoyar a los más empobrecidos en cuanto a adaptación. En términos generales, no lo harán.

Con todo, sigue vigente lo ya expresado al final de la Conferencia de Doha 2012: Hay una brecha cada vez mayor entre la evidencia científica, lo que la ciencia dice sobre el cambio climático, y las acciones de los países para abordarlo. Podemos mirar para otro lado, o revestirlo de todo lo que queramos, pero la realidad es esa, es obstinada y está muy por encima de la especie humana y de sus argumentos meramente económicos y economicistas.

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