Reflexiones sobre el libro «La España vacía» de Sergio del Molino.

Autor: Javier Nespereira García

Si la memoria no me falla, es muy posible que tres cuartas partes de mis compañeros de la EGB fueran hijos de trabajadores de la industria del automóvil. Todos ellos veraneaban en el pueblo de alguno de sus padres, protagonistas del éxodo masivo que en las décadas de los sesenta y setenta vació los pueblos españoles. El otro cuarto de la clase, en el peor de los casos, solía pasar el verano en el pueblo de sus abuelos.

Mis hermanos y yo fuimos hijos y nietos de la ciudad. Tuvimos la suerte de pasar los veranos en una urbanización con muchos árboles y con piscina, pero con la sensación de vivir una continuación distendida de la vida urbana. Sin plaza, sin fiestas, sin iglesia, sin ruinas de adobe, sin las palabras que sonaban nuevas en boca de las abuelas o de los tíos que aún labraban las tierras de cereal, sin una mitología infantil que alimentara de historias el invierno en la ciudad. Como si no tener pueblo equivaliese a no tener verano, a dejar incompleta nuestra educación sentimental.

El ensayo de Sergio del Molino La España vacía (Turner, 2016) habla por primera vez de esta idea – ¿de esta obsesión?– de una parte de mi generación, de quienes nacimos en las ciudades de la España de la década de los 70. Habla de esta idea de un origen rural aferrado a nuestra memoria, individual y colectiva, y que, en mayor o menor medida, ha condicionado nuestra forma de estar en el mundo, y de vivir en España. O donde vivamos.

Sergio del Molino

Pero sobre todo Sergio del Molino habla de los trampantojos de la memoria, y del lenguaje que articula el paisaje de la memoria, empeñados en la construcción de esa idea. Una idea que sustenta una identidad con raíces insospechadas. Por ello el autor subtitula su ensayo Viaje por un país que nunca fue, porque es un viaje que explora ese grueso rizoma de la memoria, de los lugares comunes, de los fantasmas, de la historia y de las historias, de la literatura, la televisión y la política, que subterráneamente alimenta las diferentes Españas que conviven en la España contemporánea.

Y en este viaje imaginario por lo que creíamos era la realidad el autor juega con nosotros, nos lleva de la mano a aceptar con una sonrisa prejuicios que negaríamos en otras circunstancias, para justo después rebatirlos con argumentos que estaban a la vista, tan delante de nosotros que dan ganas de salir a la calle y leer en voz alta fragmentos enteros del libro.

Sin embargo, no es sólo un viaje subterráneo a la construcción narrativa de la tradición y el paisaje colectivos. La razón del éxito de La España vacía es que es también un viaje a la construcción narrativa de cada uno de nosotros. Como un psicoanálisis autoinfligido que nos revela que, en realidad, sólo menos de la mitad de nuestra clase de EGB veraneaba en el pueblo, aunque nuestra memoria cree firmemente que fueron muchos más. Que ese pueblo explica quiénes somos, aunque nunca lo llegáramos a encontrar del todo, ni en la infancia, ni viajando en la madurez por toda la España vacía, ya fuera por trabajo, ya fuera por placer.

La intuición brillante de Sergio del Molino le acompaña también en unas conclusiones que no quieren serlo: “Somos esa España vacía, estamos hechos de sus trozos. Esta es la única forma plausible de patriotismo que queda para un español” (p. 248); “Y es ahora, cuando ya apenas existe, cuando sólo es un mito en la conciencia dispersa de millones de familias, cuando toma la palabra” (p.251); “La España de la que proceden millones de españoles ya no existe” (p.256). A lo largo del ensayo, el autor ha agitado ante el lector los fantasmas y las sombras de algunos de los problemas más inmediatos de la sociedad española: la despoblación, el envejecimiento demográfico, las consecuencias de una crisis económica que amenaza con hacerse crónica, los nacionalismos… Pero en las últimas diez páginas quiere apartar la pesada cortina del fatalismo histórico y dejar que entre algo de luz.

La España vacía no ofrece ni mucho menos respuestas a estos problemas. Ya advierte en las primeras páginas que no es esa la intención de su ensayo (“Mi trabajo es literario”, afirma). Pero quizás lo que sí hace Sergio del Molino es ayudar a reescribir las preguntas que formulan estos problemas, a cambiar la mirada que dibuja y escribe el paisaje que somos.

Apenas un año después de su publicación en abril de 2016, el término la España vacía se ha convertido en un exitoso lugar común, en una asentada definición geográfica y, sobre todo, cultural y social. Ya es una expresión frecuente en columnas periodísticas y debates sobre la actualidad nacional, en los que el término es tan bien recibido que a menudo se olvida citar a su autor (https://elpais.com/elpais/2017/01/26/opinion/1485452795_373524.html). Este éxito ha tenido lugar, me temo, a expensas de resaltar los aspectos cuantitativos del ensayo. Es decir, afirmando que hay una España deshabitada y desolada en la trastienda de la España moderna y del siglo xxi. Se ha encontrado así una nueva etiqueta para nombrar el viejo problema de la despoblación en amplias regiones de España, y del abismo sociocultural y económico entre la España rural y la España urbana. Es más, me atrevería a decir que esa España urbana y moderna ha encontrado un atractivo eufemismo para referirse a esa “otra” España que cada invierno languidece un poco más.

Sin embargo, el viaje que nos propone Sergio del Molino es un viaje a la intimidad de la construcción de nuestra identidad a través de la literatura y del lenguaje en todas sus expresiones culturales. Es un viaje valiente para el autor, quien dinamita con inteligencia la génesis de los prejuicios y los mitos negativos asociados a buena parte de la España rural.

Pero es también un viaje arriesgado para el lector que no esté provisto con una mochila crítica, para quien no esté dispuesto a aceptar cuanto de ficción verosímil hay en lo que creíamos eran paisajes, identidades y tradiciones inmutables desde hace siglos.

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